MAGAZINE DE DISEÑO, CREATIVIDAD GRÁFICA Y COMUNICACIÓN

Il buono, il brutto, il cattivo


Una silla es el suelo, un claro en la selva, una tierra desnuda de maleza, cuerpo en cuclillas, desde donde se ven llegar los bichos. Una piedra es un pedestal, un invento tan importante como la rueda. El primer homínido al que se le ocurrió sentarse sobre una roca empezó a dominar al resto y quizás tuviera la experiencia anterior de machacar el cráneo de un rival de una pedrada. En todo caso, sentó cátedra. Publicado en Visual 163

Cátedra viene del griego, y el primer griego que se sentó –aunque no supiera que era griego, fuera ibero, indigeta o layetano–, acuñó la palabra: expresaba el alivio del reposo del esqueleto, desde la primera cervical hasta la última falange del dedo del pie. Se componía de dos: katá (preposición que denota movimiento de arriba a abajo), y hédra (sustantivo que designa un asiento y que puede ser cualquier cosa, una piedra o un tronco de árbol caído). En resumen, podríamos pensar que el tío se dijo: “me he sentado”, se liberó el cerebro de otras preocupaciones y empezó a darles la brasa a los demás, que todavía estaban en el suelo. Es el Ut freudiano, el utensilio origen de toda civilización que empieza a dotarse de un lenguaje que no proviene solo de la evolución de las cuerdas vocales sino además de la relación de competencia con el entorno natural: la protección del suelo desnudo, o el pulido de una piedra que se utilizará para despellejar las pieles de animales con las que cubrirse. Mas quien se sentó en la primera piedra (que no fue Pedro) dormía como todos los demás y estaba expuesto a los mismos riesgos: el lecho de hojarasca no impedía el peligro de la picadura de una araña o de la entera marabunta que estaba migrando. En el neolítico, al salir los ya humanos de las cuevas por la desaparición de las grandes especies, letales en campo abierto, a la que sigue la invención de la agricultura por las señoras mientras los señores van de caza, la estera –que sustituye a la piel de oso, inquilino rival de las cuevas al que costaba mucho deshauciar–, es la solución. Un tejido vegetal trenzado, aisla, separa de la humedad a un cuerpo inerte, incluso en terreno desértico: un escorpión al encontrarse con un obstáculo siempre pasará por debajo, y una víbora seguramente retrocederá a menos que la atraiga la humedad que desprende un cuerpo que no esté deshidratado o que no sea un cadáver, en cuyo caso acudirán los buitres. En las culturas caribeñas y amazónicas la solución es más ingeniosa: la hamaca, que tiene la ventaja de aislar completamente el cuerpo del suelo; la etimología parece que provenga del quechua samacu (descansar), o del taíno et ta hamaka (red de pesca), lo que indica el aprovechamiento para funciones distintas del invento. No será en este caso la hoja de palmera la materia prima del trenzado, sino la liana, que la selva proporciona en abundancia.
Los adivinos griegos que habían dividido el cielo en cuatro hédrai, cuatro asientos, hacían sus augurios sobre esta base. Ya fuera ave, nube o rayo, lo que apareciera (se asentara) era significativo, y alguno de los hédrai le debió caer en la crisma del primero que se sentó en algo, pero también al que lo perfeccionó: el inventor del taburete y después de la silla. Sin ella no habría trono ni sillón, los reyes y papas no hubieran podido presidir audiencias durante horas, defecando a través de un agujero mientras comían, no habría existido el Pony Express, y Saint Exupéry hubiera seguido dando la lata con sus principitos ya que no se había inventado el expulsor de cabina de piloto de avión (que va sentado).
Sin la piedra (¿filosofal?) tampoco existiría la ergonomía, seudociencia capitalista determinada por la adaptación del cuerpo humano a las necesidades de producción en serie, ni tampoco los miles de modelos de sillas en el mercado. Un diseñador industrial o un arquitecto que se precie está obligado a diseñar una silla (a veces también una lámpara) de una, tres, cuatro o doce patas, da igual, es la suya.
En una encuesta rápida entre amigos profesionales del diseño se han destacado dos modelos de silla con pedigrí de autor: la Bistrot, de Michael Thonet, de 1859, y el modelo 3107 de Arno Jacobsen, de 1955, deudoras del tratamiento industrial con moldeado en caliente de la madera. La primera, dependiente todavía del trenzado vegetal como apoyo de las posaderas y uno de los modelos más vendidos de la historia del mobiliario, sobrevive en cafés de dudosa alcurnia compartiendo relieves de estucado en el techo. La segunda, apilable, es frecuente en toda morada con cultura de diseño, aunque nunca se apile. Pero el consenso absoluto ha sido para dos tipos de silla: la plegable de madera (que ya usaban los egipcios), la de los circos, de alquiler para procesiones de Semana Santa o para mitines políticos, incómoda pero resistente, económica y almacenable. El otro modelo, la de plástico de molde para terraza, muy ligera y fácil de robar. Los bares, cuando cierran, atan las pilas con cadenas y un candado.
Hay más que contar: el propósito inicial de este artículo era diferenciar “invento” de “diseño” e identificar al bueno, al feo y al malo. Pero el número de caracteres no da para más. Continuará, mientras pienso que los comanches no ensillaban sus monturas, y que sin la conjunción de dos inventos, no habrían sillas de ruedas para los impedidos de motricidad. Ni bicicletas. Pero sí trineos con perro.

Texto: Albert Romero

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