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Kachinas, las amistades de los Hopi


En no pocas ocasiones el arte occidental, viendo estancada su corriente en manierismos y ortodoxias, e incapaz de otra reacción que las ocurrencias superficiales, busca renovación en las culturas primitivas, así llamadas para bien y para mal: se las considera fruto de un pensamiento tosco, incapaz de composiciones complejas, pero al mismo tiempo se reconoce su vigor expresivo y la sencilla autenticidad de los símbolos universales que manejan. Sirva de ejemplo cualquiera el modo en que, hace ya más de un siglo, y para sacudir un gusto general tan encorsetado que aun encontraba herético el impresionismo, Picasso pintó Les Demoiselles d’Avignon (las señoritas del burdel de la calle Avinyó) a golpe de facetas, cual negro que tallase totémicas esculturas de ébano.
Como tam-tam de la selva fascinaban al pintor, harto de lo académico, que tan bien conocía, y ávido de fórmulas más vivas.
Parecida fascinación, y hasta envidia gremial, nos provocan los dibujos que hacia 1900 realizó un indio hopi, Kutcahonauû (Oso Blanco), por encargo del etnólogo estadounidense Jesse Walter Fewkes. En este modesto encargo, y en el fructífero encuentro entre civilizaciones que produce, hay una interesante historia.

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Fijémonos primero en el Dr. Fewkes. Era un estadounidense nacido en 1850 en Newton, Massachusetts, en la muy urbanizada y europea Costa Este: un mundo bostoniano. Se licenció veinticinco años después en Harvard, en biología marina, zoología comparada e historia natural. Se trasladó al Viejo Continente en ampliación de estudios, conoció ciudades como Leipzig y Nápoles, y regresó para ocuparse del Museo de Zoología Comparada de Harvard. En pocos años acumuló una bibliografía de 69 publicaciones científicas y su carrera académica avanzaba con rumbo firme. Pero en 1888 hizo un viaje a California, en el todavía un poco indómito Far West, y el contacto con el grandioso paisaje y las comunidades indígenas causó en él una súbita conversión a la etnología. Al año siguiente regresó con una pionera grabadora Edison e investigó durante meses a los zuñi de Nuevo Mexico. En 1891 se centró en los hopi de Arizona, también pertenecientes al grupo de los indios pueblo. Podría decirse que ‘se consagró’: sería término ajustado a su forma de estudio.
J.W. Fewkes pertenecía a la estirpe de antropólogos de campo, de los que terminan siendo objeto de adopción por parte de sus investigados, y no a los de departamento universitario que hoy lo conocen todo intelectualmente desde su despacho. Los pueblo eran el principal grupo del suroeste norteamericano. Dominaban la agricultura, tenían redes de acequias de cientos de kilómetros, y llevaban más de un milenio asentados en la zona. `Pueblo’ se lo pusieron los españoles al encontrarse con aquellas aldeas de adobe. “Casas de asiento”, decía Cabeza de Vaca. Viviendas dispuestas en terrazas comunicadas por fuera mediante escaleras de mano. Una abertura hacia las zonas comunales y otra al sur, para ventilarse con las corrientes de aire cálido. No había sólo pueblos sino también ciudades, organizadas con criterio urbanístico. Cibola y sus siete ciudades de oro: una leyenda como El Dorado o la Fuente de la Eterna Juventud, que obsesionaban a los exploradores. Era lo que les movía por la franja norte de Nueva España, junto a los frailes que fundaban misiones desperdigadas. El sueño hirviente de hallar un tesoro fabuloso. Y como no lo hallaron, se fueron desentendiendo. Aquellos territorios vecinos al Gran Cañón del Colorado los incluyó México al independizarse a principios del XIX, y enseguida los vendió a los crecientes Estados Unidos, que fueron tomando posesión mediante oleadas de colonos, a base de rifle, telégrafo y ferrocarril.
Hacia 1900, cuando Fewkes estaba estudiando a los hopi, la política federal de confinar a las naciones indias en reservas empezaba a hacer mella en el pueblo más autónomo e impermeable ante las influencias de los invasores, empezando por navajos y apaches, rudos cazadores llegados hacia 1300 desde los bosques canadienses. Los agentes federales contaban ahora con ayudantes navajos al imponer a los hopis que se metiesen en cabañas de madera en terrenos acotados, enviasen a sus hijos a las escuelas oficiales, se cortasen el pelo, vistiesen como los blancos, acudiesen a la iglesia, etc. A muchos los encerraron temporadas en Alcatraz para quebrar su resistencia pacífica. ‘Hopi’ es apócope de ‘Hopituh Shi-Nu-Mu’, que significa ‘Gentes de paz’, o ‘Pueblo de los pacíficos’, refractarios a la violencia, al fanatismo, a las prisas. Enfadarse es costumbre poco saludable, dice un canto hopi. Decidían todo por acuerdo y alternaban medio año de gobierno del bando turquesa con medio año del bando zanahoria.
Actualmente quedan apenas unos diez mil, fijados en una reserva que, para más inri, está por completo rodeada de la reserva navajo, que es diez veces mayor y alberga a la etnia indígena más numerosa. La mayor parte de los hopis están en paro, viven subsidiados y componen en los EEUU, junto con el resto de los indígenas supervivientes, una cuarta clase social, inferior al proletariado y su lumpen. Gordos y fofos, cebados con alimentos industriales y “agua de fuego”, han perdido la conexión con la tierra de sus ancestros y tampoco encajan en la identidad estadounidense. A partir de la Segunda Guerra Mundial están disneyizados por la TV y fabrican artesanías vistosas para los turistas.
J. W. Fewkes intuyó esta rápida decadencia de la nación americana más tiempo asentada en un mismo lugar (la propiamente americana, frente a los colonos blancos recién llegados de Europa) y se volcó en el estudio de su rica cultura, acumulando ingente cantidad de notas y documentos para darlos a conocer y aportar con ello alguna protección a su legado milenario. Y es éste el momento del encargo de los dibujos reproducidos en la galería de este artículo.
Los dibujos representan kachinas, elemento central de la cultura hopi. Al hablar de kachinas (también aparece como ‘katcinas’, pero menos) se puede estar hablando de varias cosas. Lo más común es hablar de unas pequeñas muñecas de madera policromada características exclusivamente de la cultura hopi, como lo son, por ejemplo, las matrioskas rusas. Se hacían con raíz de álamo para las niñas, como colgante, o para tener visible en algún lugar del dormitorio, y ayudaban a familiarizarse con la kachina correspondiente, la entidad con la que entraría en contacto al llegar los ritos de la adolescencia. La regalaba un tío materno, siguiendo las pautas matrilineales de la organización familiar.
También eran personificación de las kachinas, y se les llamaba así, los disfrazados y enmascarados que las representaban en las numerosas ceremonias celebradas a lo largo del año, casi todas asociadas a operaciones agrícolas: siembra del maíz, recogida de los frijoles, propiciación de las lluvias, etc., junto con la espectacular danza del Sol y la inquietante danza de la Serpiente; o la del lavado del cabello, en la mencionada iniciación de las adolescentes, cuando se procedía al característico peinado formando dos grandes discos de cabello negro sobresaliendo a los lados de la cabeza. En la casa ceremonial, la kiva, un espacio circular con apertura en la bóveda, se celebraba la reunión cuando por el tiro de la chimenea se veía a las Pléyades y al cinturón de Orión ocupar determinadas posiciones en el cielo nocturno. Igual que los egipcios establecieron un calendario bastante preciso observando el ritmo de las crecidas del Nilo y los movimientos regulares de algunas estrellas, en particular Sirio en su momento de orto helíaco, los hopi se regían en gran medida por los movimientos de los señalados grupos de estrellas, las Pléyades (Choochokam) y las tres del cinturón de Orión (Hotomkam). En el suelo del espacio ceremonial, un agujero o depresión servía, al cantar a los jóvenes las epopeyas del origen de la vida, como recordatorio del largo proceso de emergencia desde los mundos inferiores, las cuevas subterráneas. La vida humana, les contaban, discurre a lo largo de siete mundos, siete eras separadas por catástrofes: lluvias de fuego, congelación de todo, diluvio universal. Los hopi fueron emergiendo de uno a otro a través de un gigantesco tubo de caña, salvándose así con la ayuda de un par de gemelos y otros héroes enviados por los kachinas, los fieles amigos de los mundos posteriores, atentos desde el origen a los pasos de los hopi. Cuanto merecía la pena saber para sobrevivir en la tierra lo conocían por ellos. En tiempos remotos habían convivido para construir la Casa Roja en el sur, hacia lo mexicano. En cada uno de sus cuatro niveles se efectuaba la instrucción acerca de la historia de la tribu, el funcionamiento del cuerpo y sus facultades, el conocimiento de las plantas y sus usos y, finalmente, en el piso alto, lo relativo al cielo y las estrellas. Completada la instrucción, las/los kachinas se retiraron a los montes San Francisco y allí acudían a las llamadas de sus amigos hopi cuando conforme a los ciclos llegaban los ritos propiciatorios de renovación y fecundidad, que en las sociedades agrícolas ocupan cada estación.
Esta forma de personificar la relación con las fuerzas ambientales no es exclusiva de los hopi. Los apaches llamaban ‘gans’ a sus aliados invisibles, y los navajos, ‘yeis’. Y marcaban con matices diferenciadores su forma de personificarlos en las máscaras. Diferencias nacionales.
Que las tribus tuvieran amigos invisibles, espíritus protectores que les instruían acerca de lo esencial, especialmente las tareas agrícolas y los ritmos de siembra y cosecha, la construcción de los edificios de adobe, la domesticación de animales (los perros desde siempre, y luego los “perros sagrados”, los caballos que se les escapaban a los españoles, se asilvestraban en las praderas y los indios capturaban para revolucionar con ellos su capacidad de movimiento: los mustangs), puede chocarnos a los europeos y movernos a contemplarlo con indulgencia como cosa de salvajes con encanto, pero pensemos en las fotos de Cristina García Rodero por los carnavales de los pueblos ibéricos antes de la disneyización de aquí; en seres tremendos como el Pero Palo de la Vera extremeña, o el Peliqueiro de Laza, en Orense, entre mil ejemplos. O en los santos, cuya existencia en cielos bienaventurados se acepta a pies juntillas en las aldeas, donde llaman también santos a las imágenes que los representan, incluidas las estampas, en general las ilustraciones de los libros, hace no mucho, cuando la mayoría éramos analfabetos.
Las/los kachinas representadas en estos dibujos americanos tampoco son dioses. Son seres que, como los demás, viven en el mundo y forman parte de él, invisibles pero no imperceptibles. Los hopi los personifican para poder pensar en ellos, nombrarlos, referirse a ellos. Esto es crucial en la civilización a la que nos asomamos al contemplar los dibujos. No somos ya conquistadores ni colonos a quienes convenía autoconvencerse de que los indios eran poco más que animales, a saber si con alma, para así despojarles de sus tierras sin remordimiento alguno. Armaduras, lanzas, corazas, espingardas o arcabuces, ese brillante metal por el que pensaban, a saber por qué, que los españoles llegaban de los cielos, quedaron en herrumbre. Y ellos nos dieron la patata, el tomate, el maíz, el cacao, los frutos de su larga destreza agrícola…
Naturalmente su noción del tiempo era distinta, como los valores que inspiraban sus actividades. La noción del progreso les era ajena. Como la propiedad privada y la acumulación. No asociaban la carencia de posesiones con la pobreza. ¿Palacios y templos? La Naturaleza era su catedral palpitante, sagrada en sí misma, y repleta por ello de seres sagrados, por vivientes. En su vida pausada, a ritmo de estaciones, la impaciencia, el esquema de etapas, las subsiguientes jerarquías atrasado/avanzado, primitivo/evolucionado, no tenían lugar. La tecnología, ese modo superficial de crecimiento, les importaba un bledo. Progreso: ¿el arco iris en los charcos de grasa? En su concepción esférica de la realidad, cada punto del espacio es el centro del universo; y cada momento, el centro del Tiempo: nada progresa ni avanza, no hay pasado que dejar atrás ni futuro hacia el que correr, y menos abriéndose paso a codazos. No utilizaban escritura sino pictografía, en cortezas y pieles, y petroglifos. No almacenaban papeles ni legajos. Su biblioteca eran los cantos y ceremonias, mediante los que se actualizaban y transmitían sus complejos conocimientos ancestrales, una enciclopedia inmaterial.
Todo esto lo fue conociendo Jesse Walter Fewkes en creciente inmersión y quiso tener un inventario de los/las kachinas que había visto protagonizar tantos rituales y que eran presencias (y no-presencias) centrales en la vida de los hopi. Elaboró un listado y encargó pruebas a algunos indios. No tenían costumbre de dibujar. Las muñecas se tallaban y las máscaras y disfraces, que no se conservaban una vez concluida cada ceremonia, se creaban de memoria, nuevamente. Descartó a los que por haber ido a escuelas federales tenían influencia estilística blanca y se quedó con tres, que dibujaban prácticamente igual, según claros patrones indios, destacando entre ellos Oso Blanco, de 30 años, por la singular expresividad de su trazo y el acusado carácter indígena. A él encargó el bloque principal del trabajo, que los otros dos (Homovi, su tío, y Winuta), completaban. El etnólogo les proporcionó materiales que para ellos eran novedad, papel, lápices, pinceles, acuarelas, y se retiraban durante unos días a alguna meseta, de la que volvían con varios dibujos plasmados. Fewkes anotaba al pie el nombre y preguntando a unos y a otros recopilaba en notas aparte cuanta información podía sobre cada kachina. Los dibujos eran lo nunca visto también para los indios: en esa nueva presentación de sus aliados invisibles veían fuerte sortilegio.
Finalmente la plasmación de este empeño intercultural consistió en una colección de 250 láminas que el antropólogo encuadernó en cuatro volúmenes para incorporarlos como ilustración a sus documentados estudios. Se llamó al conjunto Codex Hopiensis. Suena pomposo, jerga de archivero docto, pero la intención era emparentarlo con los impresionantes códices mayas y aztecas. No era mero floklore artesanal de indios en vías de reclusión en la reserva sino que entroncaba con la milenaria civilización local. Pasaron con esa etiqueta y como manuscrito nº 4731 a los Archivos de Antropología de la Smithsonian Institution de Washington.
La llamada de atención de Fewkes surtió pronto algún efecto, porque en 1913 el presidente Roosevelt, el Gran Jefe de los rostro-pálido, visitó a los hopi. Le obsequiaron con la espeluznante danza de la Serpiente y pronunció ante ellos un sensible discurso reconociendo la dignidad de su cultura.
A nosotros la simple contemplación de los dibujos, más allá de la subyugante vitalidad gráfica que poseen y transmiten, nos deja vislumbrar una visión del mundo y una forma de estar en la vida terrícola, las de los verdaderos americanos, y nos ayuda a saltarnos los clichés con que la civilización colonizadora los ha caricaturizado.
Al concluir su larga carrera intelectual, Jesse Walter Fewkes había recibido importantes condecoraciones civiles y reunido los mayores honores académicos, pero él sentía un orgullo mayor por haber sido admitido en el Clan del Antílope, tener un nombre hopi y haber participado en ceremonias secretas cuyo contenido no reveló. Publicado en visual 191

Texto: Luis Pérez Ortiz (LPO)

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