El final de la década de los ochenta dejó al diseño gráfico ante un panorama absolutamente trastocado.
La consolidación de la tecnología digital como instrumento clave de la creación gráfica otorgó “plenos poderes”
al diseñador, a lo que se sumaba el desafío de trabajar derribando viejas normas y usos del movimiento moderno, tal como aconsejaba la corriente de pensamiento imperante. Un cierto nihilismo festivo y desacomplejado, ecléctico y hedonista se enseñoreó de revistas de tendencias y carteles culturales, creando una gráfica formalista y barroca, que migró de las portadas de los fanzines a la publicidad de las multinacionales en muy poco tiempo. Publicado en Visual 170.
[Extracto de una conferencia pronunciada por el Sr G ante un auditorio de estudiantes de diseño gráfico]
Apreciado público: la experiencia es un tesoro no exento de adherencias indeseables, tales como las manías adquiridas, los errores impunes y algún que otro principio enquistado siempre al borde de la necrosis. Debo comenzar esta breve disertación previniéndoles sobre ello. Mal que me pese, salta a la vista, incluso en la penumbra de esta sala, que ya no soy un hombre joven. Pertenezco a eso que las autoridades han dado en llamar eufemísticamente, la tercera edad, esa etapa de la vida en la que las personas viajamos gratis en autobús, adquirimos vastos conocimientos farmacológicos y regalamos nuestra experiencia en formas diversas e invariablemente tediosas.
Mi colega y amigo aquí presente –su profesor de proyectos de diseño– ha tenido a bien invitarme para que les dé una brevísima charla. Creo que incluso alberga la absurda intención de publicarla en forma de articulito en la revista en la que colabora. Cuando me invitó a participar en este ciclo de conferencias, me dio carta blanca: háblales de un tema que te apasione, me sugirió. Eso es lo que pretendo.
Les voy a hablar de una época del diseño gráfico que detesto apasionadamente: el principio del fin de la modernidad, cuando el movimiento moderno, aquél cuya esencia era el racionalismo, la universalidad y –a mi modo de ver– el sentido común, entró en crisis ante la arrolladora llegada de unos jóvenes diseñadores que desembarcaron en nuestra profesión sin lastre ideológico alguno.
El gran Oscar Wilde lo reconocía, no sé sin con amargura: el hombre mata lo que ama. Para conjurar el peligro, voy a hablarles, por tanto, de trabajos por los que no siento ningún aprecio (aunque valore a alguno de sus autores). Un detalle menor, que no menoscaba su relevancia histórica ni esos méritos que tantos otros, mucho más sabios que yo, les reconocen. Sin abandonar la cita de Wilde, creo que los hombres y mujeres sobre los que les voy a hablar –unos pocos nombres, casi escogidos al azar– eran, a finales de los ochenta y principios de los noventa, unos jóvenes diseñadores unidos, especialmente, por el amor a la tipografía. Tan grande era su amor, que intentaron acabar con ella, con la eficaz ayuda de las computadoras (permítanme el americanismo: la voz computador o computadora tiene un sabor futurista del que carece nuestro aburrido término ordenador).
Pero no adelantemos acontecimientos y pasemos a comentar la primera diapositiva que sus miradas han recorrido ya profusamente mientras procedía a mi introducción, prólogo, preámbulo, proemio o advertencia, como prefieran.
¿Me creerán si les digo que se trata de un calendario? Lo diseñó el equipo de diseño neerlandés Vorm Vijf en 1989. Como ven, las líneas de números que conforman los meses se han convertido en una especie de líneas de fuerza que subrayan la composición radial, cuyo epicentro se encuentra en el ojo del personaje (permítanme intuir el perfil de un personaje en este caótico fotomontaje). Los titulares están directamente mutilados por el margen izquierdo del papel: un recurso compositivo habitual cuando queremos producir la sensación de que la imagen sigue desarrollándose más allá del encuadre del papel. El resultado es un caos ciertamente controlado. La primera conclusión a la que me permito llegar es que la fácil lectura de los meses, semanas y días es una preocupación menor en este cartel (si en algún momento supuso alguna preocupación). El texto, pues, tratado como elemento puramente compositivo. No seré yo quien dude de la fuerza expresiva del resultado. Ahora bien, dudo de que como calendario le haya sido de excesiva utilidad a nadie. Esto nos arroja un primer concepto clave: formalismo. Siguiente diapositiva, por favor.
Pongamos las cartas sobre la mesa: podría haberles hecho trampas con el fin de sumarlos a mi visión –negativa– de esta época del diseño gráfico, pero hubiera sido demasiado fácil (y por tanto aburrido). Hay ejemplos abominables de este –llamémosle– salvajismo tipográfico, pero he preferido escoger unos pocos ejemplos de trabajos hechos con eficiencia y fundamento, como el que ahora les muestro. Este cartel no existiría sin el Futurismo y el Dadá (movimientos ambos sobre los cuales les habrán dado cumplida información en esta escuela, espero), pero tampoco existiría sin la irrupción de la informática como herramienta central del creativo gráfico. Se trata de un diseño de un tal Jan Marcus Jancourt para el Detroit Institute of Arts. No he encontrado información alguna sobre el autor, pero como ya les he insinuado al principio, los nombres escogidos son puramente accidentales. Como verán, en este cartel se ponen en crisis prácticamente todos y cada uno de los axiomas de la escuela racionalista: se hace un uso indiscriminado de fuentes, pesos y cuerpos tipográficos, la jerarquía tipográfica –si bien no es inexistente– queda bastante desdibujada y la relación entre forma y contenido es puramente accidental. Anuncia unas jornadas literarias, pero serviría para anunciar prácticamente cualquier cosa… La verdad es que hacía mucho tiempo que no volvía a contemplar estas viejas diapositivas… En fin, no puedo negar que, como artefacto visual, este cartel tiene un cierto encanto… Anotemos un segundo concepto clave: esteticismo. Siguiente.
Veo la sorpresa en algunas caras. Este cartel de Joan Dobkin pretende ser la refutación gráfica de la famosa frase de Mies van der Rohe: menos es más (dudo que lo consiga). En esta época –este cartel es del año 1991– abundaban los trabajos en esta línea. Es difícil establecer qué porcentaje del texto está pensado para comunicar una información y qué parte funciona sólo como una especie de “ruido” visual. Siguiendo con la sinestesia, este cartel parece no estar bien “Sintonizado”. A su favor, digamos que en esta ocasión, la estrategia visual está –erróneamente o no– conectada con el mensaje del emisor: Amnistía Internacional. Ustedes, que estarán más al tanto de la música comercial, me corregirán si digo una tontería, pero a mí la estética de este cartel me resulta decididamente grunge. No les ahorraré el tercer concepto clave: expresionismo. Siguiente imagen, por favor.
Este diseño de la notable diseñadora americana April Greiman bebe del Constructivismo y la Bauhaus, no cabe duda, pero parece desdeñar un principio fundamental de la tipografía: el principio de proporcionalidad y armonía entre el cuerpo de la letra, el interlineado y el ancho de columna. El texto debe encajar en un patrón previamente diseñado, parece pensar la autora: si es escaso para el espacio asignado, exageramos la interlínea; si por el contrario, resulta excesivo, pues con la misma alegría lo comprimimos en un bloque denso e inarmónico. ¿Qué saldo nos arroja todo esto? El concepto clave número cuatro: transgresión. Siguiente.
No seré yo quien niegue la, digamos, sabiduría gráfica de este trabajo de Nancy Skolos y Tom Wedell, una pareja que, dentro de su efectismo, tienen una obra que merece la pena conocer. Ahora bien, mis reparos ante un cartel de estas características son evidentes. ¿Cumple su función? ¿Comunica rápida e inequívocamente aquello para lo que ha sido creado? El exceso de elementos y la complejidad de la composición entran en colisión con uno de los principios fundamentales –quiero creer que sigue siendo así– del diseño de carteles: sencillez, claridad… Legibilidad, en una palabra. Un gran ejemplo de otro concepto clave de esta época negra del diseño (ya les advertí que no sería neutral): sobreinformación. Siguiente imagen, por favor.
Siguiendo en la misma línea de caos informativo, he aquí un claro ejemplo de diseño sírvase usted mismo. En esta ocasión, la información que los diseñadores Tom Homburg y Kees Wagenaars nos ofrecen con este cartel de música es –aunque no lo parezca– mínima. Pero es necesario que el espectador entre en el artefacto gráfico y busque lo que desee encontrar, en una suerte de –y aquí les lanzo otro concepto clave– interactividad. Sigamos.
Una revista y un diseñador fundamentales para entender la época que pretendo evocar. El trabajo que el ex surfista David Carson desarrolló como director de arte para Ray Gun, estableció prácticamente el canon gráfico del diseño nihilista de los noventa. Que este diseñador haya quedado en ciertas bibliografías sobre historia del diseño como la figura fundamental de la década a mí me da mucho que pensar. Fue la punta de lanza de lo que podríamos llamar la estética de la deconstrucción: coger aquello que todos conocíamos, romperlo en mil pedazos y volverlo a montar (lo que hacen algunos cocineros con la tortilla de patatas, para que ustedes me entiendan). Carson y Ray Gun fueron el paradigma de otro concepto clave: moda (o tendencia, si prefieren ustedes un vocablo más «chic»). Siguiente diapositiva, por favor.
No pretendo que esta charla sea una refutación a la totalidad del diseño gráfico de principios de los noventa: espero que sepan ustedes leer entre líneas… Siguiendo con el tema de la deconstrucción… Un término tomado de la arquitectura de la época (piensen que el Guggenheim de Bilbao y otras obras parecidas son coetáneas de los trabajos que les estoy mostrando) y que a su vez procedía –el término, digo– de algunos filósofos del lenguaje como Jacques Derrida. En qué consista tal cosa, no soy yo la persona más adecuada para dar una respuesta satisfactoria y, por lo visto, gran parte del mundo académico no se encuentra muy lejos de mi ignorancia: nos deberemos conformar con el símil de la tortilla de patatas echada a perder por los genios de la cocina encumbrados por la Internacional Papanatas. Pero vayamos a lo concreto: este cartel del año 1989 del prestigioso estudio londinense Why Not Associates es un buen ejemplo de deconstrucción gráfica, dentro de un orden, eso sí. Esta manera de concebir el espacio y esta transgresión de los límites y estructura de los objetos, sean dibujos, fotografías o letras, son, a mi juicio, el rasgo fundamental –y quizá la única aportación– del diseño gráfico de los noventa, un concepto clave a subrayar con especial énfasis: deconstructivismo.
A esta charla le faltaría un ingrediente fundamental si no mencionáramos al matrimonio formado por la diseñadora de origen eslovaco Zuzana Licko y el holandés Rudy Vanderlans. Ambos crearon y editaron a partir de 1984 (coincidiendo con la aparición del primer Apple Macintosh) la revista Emigre, el órgano de difusión de la modernidad tipográfica del momento. Licko ha sido la autora de tipografías tan notables como Mrs Eaves o Filosofía. La doble página que les muestro, sin embargo, es obra de Vanderlans. Parece la obra de un artista informalista ¿Verdad? A estas alturas de la charla, no sé si quedan conceptos clave que no hayamos destacado, pero ya que hablamos de nombres propios, vale la pena destacar la reacción de todos estos diseñadores contra el papel anónimo al que la modernidad parecía relegar al diseñador gráfico. Aventuro, pues, otro concepto: personalismo. Siguiente.
En el año 1991 salió un libro al mercado que en seguida se convirtió en una referencia: Typography Now, editado por Rick Poynor y Edward Booth-Clibborn y diseñado por Why Not Associates. Fue uno de esos libros que siempre andaba abierto por alguna página en los estudios de diseño donde antes había circulado The Graphic Language of Neville Brody y donde no tardaría en hacerlo The End of Print: The Graphic Design of David Carson. Desengañémonos, no se trata sólo de un fenómeno puntual de la época: nuestra profesión siempre ha estado ávida de estrategas que marcaran el camino. La mayoría de las imágenes que les muestro hoy aparecen en Typography Now, en cuya introducción Rick Poynor habla, entre otros, de un concepto que le tomo prestado: delirio. Siguiente y penúltima.
En el año 90, el británico Jonathan Barnbrook diseñó una familia tipográfica gótica, ese tipo de letra con la que Gutemberg imprimió su Biblia para estrenar su flamante invento y también la preferida por los rotulistas de establecimientos dedicados a la salchicha alemana en sus múltiples e imaginativas variedades. Era hasta previsible que la ilegibilidad y horror vacui de los primeros incunables fascinara a los diseñadores tipográficos de la época. El cartel que les muestro sirvió como presentación en sociedad de la Spindly Bastard, la familia creada por Barnbrook. Evidentemente, no es un impreso que pretenda destacar las virtudes de esta letra en lo referente a legibilidad. Se trata más bien de una pieza gráfica basada en la estética de las maculaturas de imprenta y su fortuita belleza. Llegado es el momento de reconocer una aportación interesante del diseño de esta época: la reivindicación del azar como parte del proceso. Y con este candente concepto –el azar– entre las manos, demos paso a la diapositiva número 12 y última.
Amigos, no me extenderé. Se hace tarde y no son horas de que un caballero de mi edad y condición se ande mezclando con jovencitas y jovencitos de un siglo que no es el suyo. Les dejo esta imagen, un trabajo de Phil Baines –gran estudioso, gran diseñador– para la cubierta de una tesis académica (año 1985). Les dejo un último concepto: revisionismo. La frase que encabeza esta imagen es esclarecedora y daría lugar a un complejo y amenísimo debate que dejaremos para mejor ocasión. Traduzco libremente: “La Bauhaus confundió comunicación con legibilidad (este es un mundo de hombres)”.
Ha sido un placer compartir este rato con ustedes y les agradezco su resignada paciencia. ¿Alguien desea formular alguna pregunta? ¿Puedo retirarme?. Texto: Carlos Díaz